jueves, 15 de marzo de 2007

El Semen del Diablo

Aquella tarde habían venido al viejo museo pocas visitas.
El tiempo parecía detenido en los relojes, enredado como una telaraña en los muebles, en el fastuoso boudoir de terciopelo que había pertenecido a Godoy y por azares de una subasta, estaba ahora formando parte de la decoración de una sala del siglo XVIII.
El museo era el sueño de un millonario que, especulando en el carbón, se había hecho inmensamente rico y, al no bastarle con eso, y quizá por acumular otros bienes que no fuesen dinero o acciones, trocó su ambición y le dio por coleccionar cuadros, porcelanas, esculturas, vajillas, muebles, libros antiguos, objetos de arte religioso, etc., hasta completar un importante patrimonio que finalmente cedió al estado para convertirlo en un museo que llevaba su nombre.
La colección fué acomodada en un caserón de cuatro plantas y un sótano, que tras las correspondientes remodelaciones, estaba listo para recibir las visitas de turistas y estudiantes.
Fué necesario también buscar personal especializado, tarea bastante complicada dada la diversidad de material que se exponía; pero el empeño de un director muy diligente nombrado a dedo por sus contactos políticos, llevó a buen término la empresa, buscando a las personas idóneas entre los diversos anticuarios de la ciudad.
Pasado el furor de la novedad, la inauguración muy publicitada, a la que asistió todo Madrid. Pasados unos meses, la verdad es que venía poca gente a curiosear y mucho menos a estudiar los materiales expuestos, habiendo en la ciudad cosas más importantes que ver.
En la sala del siglo XVIII se exponía una colección de porcelanas austriacas, varios relojes de esos que aparte de la hora, informan sobre el zodiaco, los planetas, etc., muebles en buen estado de conservación, algunos cuadros de pintores de segunda fila, y el boudoir de Godoy. Unas alfombras de seda completan la colección expuesta.
La sala no es muy grande, las ventanas dan a la parte norte del jardín, y por la tarde se suelen entreabrir para que el aire viciado de la calefacción se renueve un poco.

Las horas se deslizaban lentas en la soledad de la sala, sobre todo en los días en que no venía prácticamente nadie, que eran casi todos, y Dorita y el bedel se aburrían como una ostra.
Había sido una buena estudiante en la facultad, el arte le atraía desde jovencita, pasó los cursos, los seminarios, los masters diversos con las mejores notas; viajó por toda Europa con enorme curiosidad, visitó todo, los museos, bibliotecas, conventos, talleres de los rincones más lejanos, empapándose de cultura y conocimientos muy diversos, desde el difícil oficio de la taracea, a la joyería, los telares o la forja artística; la técnica del dorado, el repujado, la confección de abanicos, la encuadernación; la restauración de documentos, el cuidado de los instrumentos musicales, etc., etc. Casi nada le era ajeno, y de todo ésto y más, sabía lo suficiente como para dar conferencias y hasta hacer trabajos monográficos. Esta dedicación especial había modelado su carácter y determinado su vida. Vivía sola, con sus gatos y sus libros, porque el amor de su vida, el hombre sensible, culto y delicado que ella había soñado, no apareció nunca.
Había tenido algún que otro escarceo en su época de estudiante, pero no fueron más que desahogos y flores de un día. A sus cuarenta y dos años estaba en el límite donde la esperanza y la resignación confluyen.
La soledad sería tal vez su única compañera. Sin embargo, el destino dispone a veces otras alternativas.
El hombre que entró aquella tarde tediosa en la sala del siglo XVIII parecía cansado, iba vestido de manera algo descuidada, aparentaba tener cuarenta años, y por la forma de observar lo expuesto, dedujo Dorita que era una persona conocedora del arte.
Resbaló su mirada por la sala sin detenerse en ningún momento. Sólo cuando vió el boudoir se quedó un buen rato observando. Entonces se dirigió a ella: “Señorita, discúlpeme, pero me gustaría saber qué documentación avala la autenticidad de esta pieza”.
Dorita se quedó impresionada y sorprendida por la pregunta, y después de cambiar con él algunas frases hechas, comprendió que el hombre necesitaba, por alguna razón desconocida, la certeza de la autenticidad del boudoir. Se comprometió a ofrecerle las pruebas de que disponía el museo sobre el asunto, y quedó con él para la semana siguiente.
Acudió al archivo, y tras varias horas de búsqueda, encontró una carpeta abultada de documentos que en una de sus tapas decía: “El boudoir de Godoy”, rotulado en tinta negra. Más abajo se leía: “El trono del diablo”, ésto último escrito a lápiz y con apresurada letra apenas legible.
La documentación consistía en una serie de facturas fechadas en París y Viena, un viejo testamento y algunas cartas cruzadas entre los herederos de Godoy y algunos aristócratas europeos.
El boudoir había viajado de Madrid a París, posteriormente a Viena, donde tuvo lugar la subasta, y finalmente volvió a Madrid.
Todo estaba aparentemente en orden, y sobre la autenticidad no parecía haber dudas, además, parecía poco probable que nadie se tomara el interés de falsificar una pieza tan poco valiosa.
El boudoir o sofá era un mueble corriente en la época. Éste estaba fabricado en madera de nogal con incrustaciones de nácar y palo santo, las patas estaban talladas imitando unas garras de águila que descansaban en unas esferas. En ellas, estaban escritos los cuatro elementos: aire, fuego, tierra y agua. El asiento de muelles, así como el respaldo, estaban guarnecidos de un terciopelo color canela, algo deteriorado por el tiempo. Eso era todo. El valor histórico era algo subjetivo, porque sólo por el hecho de que Godoy o incluso la reina Maria Luisa o la Duquesa de Alba hubiesen puesto sus distinguidas posaderas en él, tampoco era tan importante, o eso consideró Dorita.
Pasó la semana y el hombre no volvió. Un poco decepcionada, esperó algunos días más sin resultado.
Aunque siempre había sido extremadamente cuidadosa con los objetos que tenía bajo su protección, y jamás en tantos años se permitió contacto alguno con ellos, por el respeto casi mítico que le producían, aquella tarde, después de varias horas paseando por la sala, se sintió cansada, y quebrantando un principio casi sagrado, decidió sentarse en el boudoir para descansar las piernas.
Puso, eso sí, un pañuelo sobre el asiento para evitar la posibilidad de manchar la tele del forro, y se acomodó en él.
Primero sintió calor, un calorcillo muy grato que le fue subiendo desde los pies hasta la cabeza. Luego una sensación muy placentera, como de ingravidez, un vacío en el estómago, un vértigo, un mareo agradable, como cuando se bebe un poco de más, y poco a poco, entre las piernas, un cosquilleo ascendente que hizo nido en su sexo y le transportó a sensaciones casi olvidadas. Agitándose como una hoja en un vendaval, el placer era tan intenso que casi se desmayó. Sin poder controlarse, gimió y gritó como una posesa hasta que finalmente, pasado el clímax, fue relajándose y quedó ovillada en posición fetal con una sonrisa inexplicable en los labios, inexplicable porque los muertos no sonríen, y Dorita estaba muerta.
Pasó toda la noche así, hasta que un guardia de seguridad la encontró al día siguiente.
La muerte de Dorita y sus circunstancias tuvieron actualidad escasamente dos días en prensa y televisión. La autopsia nada aclaró, paro cardiaco, lo de siempre. Nadie de sus lejanos familiares ni conocidos estuvo interesado en conocer el fondo de las causas de su fallecimientos. Sus libros y sus gatos, que constituían todo su patrimonio, fueron tomados por alguna prima de provincias y el portero de su casa. Eso fué todo. A la semana nadie recordaba el incidente. Pobre Dorita...
Sin embargo, una persona no olvidó el acontecimiento.
A sus cincuenta y cinco años, Rosa Astondoa era, tras haber seguido una intensa carrera de ascensos en la Administración, una funcionaria de rango superior, que se ocupaba del departamento para la protección de la mujer. Tras quedarse viuda de su segundo marido, que falleció tras una ingesta de setas en malas condiciones, se dió al estudio y al trabajo con tal intensidad, que tenía sorprendidos a propios y extraños, no se sabe si por olvidarle o por acallar sus remordimientos, ya que la cocinera de las setas fué ella.
Su natural intento protector había hecho sus primeras armas cuidando de sus hijos, de sus perros y gatos, de algún sobrino descarriado y de un largo etcétera de vecinos y amigos; y ahora, el Ayuntamiento la dotaba del poder y recursos necesarios para extender su protección a las mujeres con problemas, departamento de reciente creación.
En realidad, siempre le habían gustado los ambientes de investigación policial, los justicieros tipo Rambo, lo que sucede es que anduvo un poco despistada bastantes años, poniendo lavadores, cocinando, planchando pantalones y tal y tal. Ahora había llegado su hora.
Que los injustos, los abusones, los canallas se echaran a temblar; Rosa les iba a poner las cosillas difíciles. Así que, cuando leyó lo de Dorita no se tragó el cuento del paro cardiaco. “Aquí hay gato encerrado, a esta pobre mujer se la han cargado y, como estaba sola en el mundo, nadie va a investigar el fondo del asunto”.
Rosa siempre funciona por corazonadas, se fía mucho del primer golpe de vista, su intuición es como un radar para andar por el mundo. De todos modos, en este caso, además de su instinto, prefirió, para estar más segura, ir a visitar a su amiga Charo, que era vidente y tenía un programa de televisión en el canal independiente de San Blas.
Consultado el Tarot, confirmó las sospechas de Rosa. Dorita había sido asesinada. La carta del diablo salía con insistencia una y otra vez, lo que inducía a pensar en una “intervención diabólica”, valga la redundancia, pues ésto no lo supo aclarar Charo, que al fín y al cabo a los amigos no les iba a engañar. Lo que sabía del Tarot lo aprendió en un curso de FP que hizo tras quedarse en el paro, y sus conocimientos no iban más allá.
Rosa fué al museo y estuvo largo rato mirando con mucha atención, esperando acaso una señal, un rastro para dirigir su investigación. Como entre los papeles de Dorita había unas notas sobre el boudoir, a éste le dedicó Rosa una atención especial; observó que una de las patas estaba como aflojada, que se movía un poco; “debe ser de puro viejo”, pensó.Pero después de una observación más cercana, vió que la esfera se podía separar de la garra que la sostenía, y con sorpresa se encontró con ella en la mano. Estaba hueca, y dentro encontró un frasco de porcelana sellado con cera. Rotulado en tinta roja desvaída por los años, se leía: “Licor seminal de Azrael”.

Lo que encontró Rosa era: Semen del diablo Azrael

Rosa no es mujer que se amilane fácilmente. Otra en su lugar, y con un frasco de las características del que acababa de encontrar se acojonaría, ella no. Además, recordó que años atrás, visitando en la ciudad de Jaca una exposición sobre brujería, vió otro ejemplar de las mismas características. Se ve que el demonio tenía una actividad desenfrenada, y era lo suficientemente incauto como para que le tomasen muestras del semen, parece ser que bastante alegremente. Empezó la investigación por los organizadores de la muestra de Jaca. Tras bastantes llamadas telefónicas y no pocas visitas, llegó a concertar una cita con un personaje singular, que aunque ella no lo sabía, era el individuo que preguntó a Dorita por la autenticidad del boudoir.
El encuentro se llevó a cabo en el Parque del Capricho, en la glorieta de Baco. El hombre se presentó elegantemente vestido de blanco, tocado con un sombrero de paja, llevando además las manos enguantadas a pesar del calor que hacía. Era el mes de Agosto. Rosa, que no había dicho a nadie el trajín que se traía entre manos, fué con una cierta inquietud. Naturalmente, el “frasco” lo había guardado dentro de una lata de carne para perros, en su propia nevera, y le indicó a su hijo Goyo que si a las 10 de la noche no estaba en casa, llamase a la Policía.
Tras los saludos de rigor, el hombre le contó que era miembro de una asociación para la investigación de fenómenos paranormales, y que su interés por hacerse con el contenido del frasco era puramente científico. Rosa no se tragó el cuento, y le dijo directamente: “Oiga amigo, usted lo que me está contando es una historia que yo no me creo, ¿no será más cierto que usted pertenece a una asociación satánica?. Un largo silencio y una sonrisa fueron la respuesta del hombre.
-Doña Rosa, ya veo que no es fácil engañarla y que tiene usted mucho valor. Si lo desea, hablaremos con toda franqueza. Efectivamente, yo soy eso que usted menciona y aún más, le puedo decir algo que quizá usted puede tomar a broma. Soy Azrael, en mi actual reencarnación como abogado; padre de familia numerosa y seguidor del Rayo Vallecano, para más abundancia de datos.
-Continúe, por favor- le dijo Rosa.
El individuo no daba crédito a tanta sangre fría como mostraba la mujer. Se puso nervioso, sudaba y se empezó a plantear cambiar de táctica. Trataría de explicarle su necesidad de recuperar el semen. Eso o fulminarla allí mismo.
-Verá usted, doña Rosa, los demonios, como los seres vivos, estamos en perpetua reencarnación, y un servidor, en el siglo XIX, era muy poderoso y bastante solicitado por la nobleza e incluso la realeza. No es por presumir, pero como amante poseía todos los recursos que usted no puede ni imaginar, y si añadimos a eso lo bien dotado que estaba para el tema, pues créame que me pasaba el día y la noche de orgía en orgía, aquelarre arriba, misa negra abajo, en fín, que no hubo en aquel siglo doncella o ama, plebeya o noble a la que no pasara por la piedra, naturalmente siempre que ellas me convocaran con el correspondiente ritual, que uno será demonio, pero un caballero por encima de todo, que jamás yacería con una mujer que no me desease.
Tal dispendio de energía me fué bajando la cotización en el infierno, y casi sin darme cuenta, pasé de demonio estrella a diablillo de segunda división, y en sucesivas reencarnaciones acabé de abogado laboralista, lo que ya es descender de estatus.
Mi única alternativa para volver a ser lo que fui, es recuperar todo el semen que tontamente fui derramando por aquí y por allá, del que afortunadamente ya tengo bastante en mi poder. El que usted ha encontrado en el boudoir, me lo recolectó en unas doscientas veces la mismísima reina Maria Luisa, que todo lo que tenía de fea lo tenía de lujuriosa; claro que la pobre mujer qué iba a hacer con aquel marido beato y picha floja, pues Godoy tampoco daba abasto. En fin...
El hombre calló hundido en sus recuerdos. Rosa volvió a la carga:
-Todo eso que usted me cuenta, está muy bien, pero ¿por qué sus amantes guardaban el semen?.¿Y todo eso qué tiene que ver en la muerte de Dorita?.
El hombre visiblemente nervioso trató de explicarle:
-Verá usted, doña Rosa, el semen del diablo tiene un aroma tan intenso y tan perdurable, que cuando lo huele un humano, da igual que sea hombre o mujer, le produce un accésit de placer idéntico al que puede sentir si retoza conmigo, y como yo estaba tan ocupado, pues la gente lo guardaba para pasar buenos ratos a solas. Tan solo es necesario tener deseos y estar cerca del “frasco”. Dorita tuvo deseos, la pobre no se comía un colín desde hacía años, y cuando se sentó en el boudoir, pues pasó lo que pasó, su corazón no lo puedo resistir, y eso fue todo. No sabe lo que lamento el incidente.
Y si ahora fuese tan amable, le rogaría me devolviera lo que es mío.
Rosa comprendió que aquel desgraciado decía la verdad. Y puesto que su misión era descubrir lo que le había pasado a Dorita, y eso ya lo sabía, no habiendo en este caso culpable físico a quien acusar, decidió devolver el “frasco” a aquel “pobre diablo”.
Cuando ya tomando una cerveza en el bar se despidieron, el diablo agradecido le prometió volver a verla cuando fuese de nuevo Azrael el Super Diablo. Rosa sonrió con tristeza: “No se moleste usted, señor diablo, una ya quedó servida en ese tema en los años que viví con mi Félix, y ahora, francamente, el asunto ha dejado de tener interés para mí, pero tengo una vecina que seguro le puede interesar...”
El diablo, agradecido, tomó la dirección : C/ Alcalá nº...